VIII. LA MANIPULACIÓN DE LAS MASAS
Primera parte
Sapere
aude. Ten valor de servirte de tu propio entendimiento.
La
anterior sentencia fue exclamada por Immanuel Kant en 1784. Podría ser repetida
hoy por la misma razón.
Consideraba
Kant que la mayoría de los hombres permanecen con gusto bajo la conducción
ajena a lo largo de su vida por pereza y cobardía. Por eso les es muy fácil
a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad!. Si tengo un
libro que piensa por mí, un sacerdote que reemplaza mi conciencia moral, un
médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del
propio esfuerzo. Con solo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro
tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres tienen
por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, aquellos tutores ya se han
cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después
de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas
no osan dar un paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron
el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese
riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a
caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y
espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.
Immanuel Kant. “Respuesta a la pregunta ¿Qué es la ilustración?”. 1784
En la
época de Kant los señores feudales eran los que decidían lo que tenían que
hacer los hombres y los clérigos decidían lo que tenían que pensar. En nuestros
días estas funciones las ejercen los líderes políticos, empresariales y
sindicales respecto a lo que tienen que hacer y los medios de comunicación
respecto al pensamiento. Por lo demás nada ha cambiado.
Hasta
la Segunda Guerra Mundial los individuos no existían como muchedumbre. Cada
cual ocupaba un sitio, tal vez el suyo, en el campo, en la aldea, en la villa,
en el barrio de la gran ciudad. Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de
aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres. La sociedad es
siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías son
individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el
conjunto de personas no especialmente cualificadas. De este modo se convierte
lo que era meramente cantidad (la muchedumbre) en una determinación
cualitativa: es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que
repite en sí un tipo genérico. La masa actúa directamente sin ley, por medio de
materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. La masa se cree
con derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café.
El
movimiento de la Ilustración al que pertenecía Kant defendía que todo individuo
humano, por el mero hecho de nacer, y sin necesidad de cualificación especial
alguna, poseía ciertos derechos políticos fundamentales, los llamados derechos
del hombre. Ahora bien: el sentido de aquellos derechos no era otro que sacar
las almas humanas de su interna servidumbre y proclamar dentro de ellas una
cierta conciencia de señorío y dignidad. Si se quiere que el hombre medio sea
señor no nos debe extrañar que actúe por sí y ante sí, que reclame todos los
placeres, que imponga decidido su voluntad, que se niegue a toda servidumbre,
que cuide su persona y sus ocios, que perfile su indumentaria. Hoy son
atributos que hallamos en el hombre medio, en la masa. El nivel medio de vida
se corresponde al de las antiguas minorías y los medios de comunicación han
contribuido a ampliar los horizontes de los individuos que han podido seguir
desde sus hogares el descenso de Neil Armstrong en la Luna. Las posibilidades
de gozar han aumentado en el último siglo de una manera fantástica. Nunca ha
podido el hombre medio resolver con tanta holgura su problema económico. A esta
facilidad y seguridad económicas hay que añadir las físicas: los medios de
transporte y el orden público. La vida se le presenta exenta de impedimentos.
Ni tan siquiera en forma de barreras sociales. No hay nadie civilmente
privilegiado. Todos los hombres son legalmente iguales. Las masas no ven en las
ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con
grandes esfuerzos y cautelas se puede sostener, creen que su papel se reduce a
exigirlas perentoriamente, cual si fueran derechos nativos. No les preocupa más
que su bienestar y al mismo tiempo son insolidarias de las causas de ese
bienestar. El resultado ha sido que el hombre vulgar, antes dirigido, ha
resuelto gobernar el mundo. Este hombre vulgar que integra la masa no se
entiende especialmente referido al obrero; no designa aquí una clase social,
sino una clase o modo de ser persona que se da hoy en todas las clases
sociales. Y, en una buena ordenación de las cosas públicas, la masa es lo que
no actúa por sí misma. Tal es su misión. Ha venido al mundo para ser dirigida,
influida, representada, organizada. Necesita referir su vida a la instancia
superior, constituida por las minorías excelentes.
Bajo
ciertas circunstancias, y sólo bajo ellas, una aglomeración de personas
presenta características nuevas, muy diferentes a las de los individuos que la
componen. Los sentimientos y las ideas de todas las personas aglomeradas
adquieren la misma dirección y su personalidad consciente se desvanece. Se
forma una mente colectiva, sin duda transitoria, pero que presenta
características muy claramente definidas. La aglomeración se ha convertido en
una masa organizada.
En el
caso de las masas humanas el jefe con frecuencia no es nada más que un
agitador, pero como jefe juega un papel importante. Su voluntad es el núcleo
alrededor del cual obtienen identidad y se agrupan las opiniones de la masa.
Constituye el primer elemento para la organización de las masas heterogéneas y
allana el camino para su organización en sectas. En el ínterin, las dirige. Una
masa es un rebaño servil, incapaz de estar sin un amo. Estos conductores de
masas son con mayor frecuencia hombres de acción que pensadores. No están
provistos de una clara capacidad de previsión, ni podrían estarlo ya que esta
cualidad por lo general conduce a la duda y a la inactividad. Por más absurda
que sea la idea que sustentan o la meta que persiguen, sus convicciones son tan
fuertes que todo razonamiento es tiempo perdido con ellos. La multitud está
siempre dispuesta a escuchar al hombre de fuerte voluntad que sabe cómo
imponérsele. Las personas reunidas en una masa pierden toda fuerza de voluntad
y se dirigen instintivamente hacia la persona que posee la cualidad de la que
ellos carecen.
En toda
esfera social, desde la alta hasta la más baja, no bien una persona deja de
estar aislada, rápidamente cae bajo la influencia de un conductor. La mayoría
de las personas, especialmente entre las masas, no posee ideas claras y
razonadas sobre cualquier asunto, aparte de las relacionadas con su
especialidad. El conductor les sirve de guía. Es tan solo posible que pueda ser
reemplazado por las publicaciones periódicas que fabrican opiniones para sus
lectores proveyéndoles de frases hechas que les evitan el trabajo de razonar.
Los
conductores de masas ostentan una autoridad muy despótica y este despotismo es,
verdaderamente, una condición para obtener un séquito. Con frecuencia se ha
destacado la facilidad con la que imponen obediencia de la sección más
turbulenta de las clases trabajadoras a pesar de carecer de todo medio que
respalde su autoridad. Fijan las horas de trabajo y los salarios, y decretan
huelgas que comienzan y terminan a la hora que ellos ordenan.
La
peculiaridad más sobresaliente que presenta una masa es la siguiente: sean
quienes fueren los individuos que la componen, más allá de semejanzas o
diferencias en los modos de vida, las ocupaciones, los caracteres o la
inteligencia de estos individuos, el hecho de que han sido transformados en una
masa los pone en posesión de una especie de mente colectiva que los hace
sentir, pensar y actuar de una manera bastante distinta de la que cada
individuo sentiría, pensaría y actuaría si estuviese aislado. Hay ciertas ideas
y sentimientos que no surgen, o no se traducen en acción, salvo cuando los
individuos forman una masa. Personas absolutamente distintas en materia de
inteligencia poseen instintos, pasiones y sentimientos que son muy similares.
En cuestiones de todo los que pertenece a la esfera del sentimiento (religión,
política, moralidad, afectos y antipatías, etc.) los hombres más eminentes
raramente sobrepasan el nivel del más ordinario de los individuos. Desde el
punto de vista intelectual puede existir un abismo entre un gran matemático y
su zapatero; pero desde el punto de vista del carácter le diferencia es
frecuentemente escasa o inexistente.
Son
precisamente estas cualidades generales del carácter, gobernadas por fuerzas de
las cuales no somos conscientes y poseídas por la mayoría de los individuos
normales en un grado bastante similar, las que se convierten en la propiedad
común de las masas. En la mente colectiva las aptitudes intelectuales de los
individuos se debilitan y, por consiguiente, se debilita también su
individualidad. Lo heterogéneo es desplazado por lo homogéneo y las cualidades
inconscientes obtienen el predominio.
El
simple hecho de que las masas posean en común cualidades ordinarias explica por
qué nunca pueden ejecutar actos que demandan un alto nivel de inteligencia. Las
decisiones relativas a cuestiones de interés general son puestas ante una
asamblea de personas distinguidas, pero estos especialistas en diferentes
aspectos de la vida resultan ser incapaces de tomar decisiones superiores a las
que hubiera tomado un montón de imbéciles. La verdad es que sólo pueden poner a
disposición del trabajo en común aquellas cualidades mediocres que le
corresponden por derecho de nacimiento a todo individuo promedio. En la masa es
la estupidez y no la perspicacia lo que se acumula.
Si los
individuos de una masa se limitaran a poner a disposición del común aquellas
cualidades ordinarias de las cuales cada uno de ellos tiene cierta cantidad, la
resultante sería meramente un promedio y no, como es la realidad, la creación
de características nuevas.
Hay
diferentes causas que determinan la aparición de las características peculiares
de las masas y que no poseen los individuos aislados. La primera es que el
individuo que forma parte de una masa adquiere, por simples consideraciones numéricas,
un sentimiento de poder invencible que le permite ceder ante instintos que, de
haber estado solo, hubiera forzosamente mantenido bajo control. Estará menos
dispuesto a auto controlarse partiendo de la consideración que una masa, al ser
anónima y, en consecuencia, irresponsable, hace que el sentimiento de
responsabilidad que siempre controla a los individuos desaparezca enteramente.
La
segunda causa, que es el contagio, también interviene en determinar la
manifestación de las características especiales de las masas y, al mismo
tiempo, también en determinar la tendencia que las mismas seguirán. El contagio
es un fenómeno cuya presencia es fácil de establecer pero que no es fácil de
explicar. En una masa todo sentimiento y todo acto es contagioso, y a tal grado
que un individuo se vuelve dispuesto a sacrificar su interés personal en aras
del interés colectivo. Ésta es una actitud muy contraria a su naturaleza y de
la cual el ser humano es escasamente capaz, excepto cuando forma parte de una
masa.
Una tercera
causa, y de lejos la más importante, es la que determina en los individuos de
una masa esas características especiales que a veces son bastante contrarias a
las que presenta el individuo aislado: la sugestionabilidad, de la cual,
incluso, el contagio antes mencionado no es más que un efecto. Bajo la
influencia de una sugestión la persona acometerá la realización de actos con
una impetuosidad irresistible. Esta impetuosidad es tanto más irresistible
cuanto que, siendo la sugestión la misma para todos los miembros de la masa,
gana en fuerza por reprocidad. Las principales características del individuo
formando parte de una masa son, pues, la desaparición de la personalidad
consciente, el predominio de la personalidad inconsciente y el contagio de sentimientos
e ideas puestas en una única dirección. Ya no es él mismo sino que se ha
convertido en un autómata que ha dejado de estar guiado por su propia voluntad.
Más
aún. Por el simple hecho de formar parte de una masa organizada, un hombre
desciende varios peldaños en la escala de la civilización. Aislado es posible
que sea un individuo cultivado; en una masa será un bárbaro (es decir: una
criatura que actúa por instintos) que puede ser inducido a cometer acciones
contrarias a sus más evidentes intereses y sus hábitos mejor conocidos. Un
individuo en una masa es un grano de arena entre otros granos de arena que el
viento arremolina a su voluntad.
Cuando
se quiere exaltar a una masa por un corto periodo de tiempo e inducirla a
cometer un acto de cualquier naturaleza hay que actuar sobre la masa por medio
de sugestiones rápidas entre las cuales el ejemplo es la de más poderoso
efecto. Para lograrlo es necesario que la masa haya sido previamente preparada
por ciertas circunstancias y, sobre todo, que quien desea operar sobre ella
posea prestigio.
Sin
embargo, cuando el propósito es el de imbuir la mente de una masa con ideas y
creencias, los conductores recurren a métodos diferentes. Los principales de
ellos son tres y se definen claramente: afirmación, repetición y contagio. Su
acción es algo lenta, pero sus efectos, una vez producidos, resultan muy
duraderos.
La
afirmación pura y simple, mantenida libre de todo razonamiento y de toda
prueba, es uno de los medios más seguros de hacer que una idea entre en la
mente de las masas. Mientras más concisa sea la afirmación, mientras más
carente de cualquier apariencia de prueba y demostración, mayor peso tendrá.
Los libros religiosos y los códigos legales de todas las épocas siempre
recurrieron a la afirmación simple. Los políticos en defensa de su programa
electoral y los comerciantes promoviendo la venta de sus artículos mediante
anuncios, están todos familiarizados con el valor de la afirmación.
Sin
embargo, la afirmación no tiene influencia real a menos que sea constantemente
repetida y, en la medida de lo posible, en los mismos términos. La cosa
afirmada se fija por repetición en la mente de tal manera que al final es
aceptada como si fuese una verdad demostrada.
La
influencia de la repetición sobre las masas se hace comprensible cuando se ve
el poder que ejerce sobre las mentes más ilustradas. Este poder se debe al
hecho de que la afirmación repetida se incrusta a la larga en aquellas
profundas regiones de nuestro ser inconsciente en las cuales se forjan las
motivaciones de nuestros actos. Al cabo de cierto tiempo ya hemos olvidado
quién fue el autor de la afirmación repetida y terminamos por creerla. A esta
circunstancia obedece el asombroso poder de los anuncios: cuando hemos leído
cien, mil veces que el chocolate X es el mejor, nos imaginamos haberlo oído en
muchos lugares y terminamos adquiriendo la certeza de que así es. Después de
haber leído mil veces que la medicina Y ha curado a las personas más ilustres
de las enfermedades más agudas, nos sentimos tentados por lo menos a probarlo
si sufrimos una enfermedad de características similares. Si siempre leemos en
los mismos diarios que A es un corrupto total y que B es un hombre
absolutamente honesto, terminamos convencidos de que es verdad, a menos que,
por supuesto, se nos dé a leer otro diario de tendencia contraria en el cual
las calificaciones se hallen invertidas. Sólo la afirmación y la repetición son
lo suficientemente poderosas como para combatirse mutuamente.
Cuando
una afirmación ha sido suficientemente repetida y hay unanimidad en esta
repetición, se forma lo que se llama una opinión establecida e interviene el
poderoso mecanismo del contagio. Ideas, sentimientos, emociones y creencias
poseen en las masas un poder de contagio tan intenso como el de los microbios.
En el caso de seres humanos apiñados en una muchedumbre, todas las emociones
son fuertemente contagiosas, lo cual explica el carácter súbito de los pánicos.
Para
que los individuos sucumban al contagio no es indispensable su presencia
simultánea en el mismo lugar. La acción del contagio puede hacerse sentir a la
distancia bajo la influencia de los medios de comunicación. La imitación, a la
que tanta influencia se le atribuye en los fenómenos sociales, no es, en
realidad, más que un simple efecto del contagio.
El
hombre, como los animales, posee una tendencia natural a la imitación. La
imitación es una necesidad para él, siempre que la imitación sea bastante
fácil. Es esta necesidad la que hace tan poderosa la influencia de lo que se
llama “la moda”. Tanto si es cuestión de opiniones, ideas, manifestaciones
literarias o, simplemente, de vestimenta, ¿cuántas personas son lo
suficientemente audaces para ir en contra de la moda?. Las masas son guiadas
por ejemplos y no por argumentos. En todo periodo existe un pequeño número de
individualidades que actúan sobre el resto y son imitados por la masa
inconsciente.
Las
opiniones y las creencias de las masas son especialmente propagadas por
contagio, pero nunca por razonamiento. Las concepciones actualmente predominantes
entre las clases trabajadoras han sido adquiridas en las tabernas o a través de
los medios de comunicación y son el resultado de afirmaciones, repeticiones y
contagios siendo que, en realidad, el modo en que surgen las creencias de las
masas de todas las épocas apenas ha sido jamás distinto.
Las
ideas propagadas por afirmación, repetición y contagio reciben un gran poder
debido a la circunstancia que, con el tiempo, adquieren esa misteriosa fuerza
conocida como prestigio.
Todo lo
que ha tenido poder de gobierno en el mundo, ya fuesen ideas u hombres, ha
impuesto su autoridad mayormente por esa fuerza irresistible expresada por la
palabra “prestigio”. El prestigio, en
realidad, es una suerte de dominio ejercido sobre nuestra mente por un
individuo, una obra o una idea. Este dominio paraliza enteramente nuestra
facultad crítica y llena nuestro espíritu con asombro y respeto. El prestigio
es la fuente principal de toda autoridad. Hay dos clases de prestigio:
prestigio adquirido y prestigio personal. El adquirido es el que resulta del
nombre, la fortuna y la reputación. Puede ser independiente del prestigio
personal. El simple hecho de que un individuo ocupe una posición (un soldado
uniformado, un juez con su túnica) siempre gozarán de prestigio. Por el contrario,
el prestigio personal es algo esencialmente peculiar del individuo; puede
coexistir con reputación, gloria y fortuna, o ser reforzado por ellas, pero es
perfectamente capaz de existir en su ausencia. Es una facultad independiente de
todos los títulos, de toda autoridad, y la posee un reducido número de personas
a las cuales se les permite ejercer una fascinación magnética sobre quienes las
rodean. Los grandes líderes de masas poseyeron esta forma de prestigio en grado
sumo.