lunes, 31 de marzo de 2014

LA MANIPULACIÓN DE LAS MASAS


VIII. LA MANIPULACIÓN DE LAS MASAS

Primera parte

 

 

Sapere aude. Ten valor de servirte de tu propio entendimiento.

La anterior sentencia fue exclamada por Immanuel Kant en 1784. Podría ser repetida hoy por la misma razón.

Consideraba Kant que la mayoría de los hombres permanecen con gusto bajo la conducción ajena a lo largo de su vida por pereza y cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad!. Si tengo un libro que piensa por mí, un sacerdote que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con solo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.

Immanuel Kant. “Respuesta a la pregunta ¿Qué es la ilustración?”. 1784

 

 

En la época de Kant los señores feudales eran los que decidían lo que tenían que hacer los hombres y los clérigos decidían lo que tenían que pensar. En nuestros días estas funciones las ejercen los líderes políticos, empresariales y sindicales respecto a lo que tienen que hacer y los medios de comunicación respecto al pensamiento. Por lo demás nada ha cambiado.

Hasta la Segunda Guerra Mundial los individuos no existían como muchedumbre. Cada cual ocupaba un sitio, tal vez el suyo, en el campo, en la aldea, en la villa, en el barrio de la gran ciudad. Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres. La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. De este modo se convierte lo que era meramente cantidad (la muchedumbre) en una determinación cualitativa: es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico. La masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. La masa se cree con derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café.

El movimiento de la Ilustración al que pertenecía Kant defendía que todo individuo humano, por el mero hecho de nacer, y sin necesidad de cualificación especial alguna, poseía ciertos derechos políticos fundamentales, los llamados derechos del hombre. Ahora bien: el sentido de aquellos derechos no era otro que sacar las almas humanas de su interna servidumbre y proclamar dentro de ellas una cierta conciencia de señorío y dignidad. Si se quiere que el hombre medio sea señor no nos debe extrañar que actúe por sí y ante sí, que reclame todos los placeres, que imponga decidido su voluntad, que se niegue a toda servidumbre, que cuide su persona y sus ocios, que perfile su indumentaria. Hoy son atributos que hallamos en el hombre medio, en la masa. El nivel medio de vida se corresponde al de las antiguas minorías y los medios de comunicación han contribuido a ampliar los horizontes de los individuos que han podido seguir desde sus hogares el descenso de Neil Armstrong en la Luna. Las posibilidades de gozar han aumentado en el último siglo de una manera fantástica. Nunca ha podido el hombre medio resolver con tanta holgura su problema económico. A esta facilidad y seguridad económicas hay que añadir las físicas: los medios de transporte y el orden público. La vida se le presenta exenta de impedimentos. Ni tan siquiera en forma de barreras sociales. No hay nadie civilmente privilegiado. Todos los hombres son legalmente iguales. Las masas no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se puede sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fueran derechos nativos. No les preocupa más que su bienestar y al mismo tiempo son insolidarias de las causas de ese bienestar. El resultado ha sido que el hombre vulgar, antes dirigido, ha resuelto gobernar el mundo. Este hombre vulgar que integra la masa no se entiende especialmente referido al obrero; no designa aquí una clase social, sino una clase o modo de ser persona que se da hoy en todas las clases sociales. Y, en una buena ordenación de las cosas públicas, la masa es lo que no actúa por sí misma. Tal es su misión. Ha venido al mundo para ser dirigida, influida, representada, organizada. Necesita referir su vida a la instancia superior, constituida por las minorías excelentes.

Bajo ciertas circunstancias, y sólo bajo ellas, una aglomeración de personas presenta características nuevas, muy diferentes a las de los individuos que la componen. Los sentimientos y las ideas de todas las personas aglomeradas adquieren la misma dirección y su personalidad consciente se desvanece. Se forma una mente colectiva, sin duda transitoria, pero que presenta características muy claramente definidas. La aglomeración se ha convertido en una masa organizada.

En el caso de las masas humanas el jefe con frecuencia no es nada más que un agitador, pero como jefe juega un papel importante. Su voluntad es el núcleo alrededor del cual obtienen identidad y se agrupan las opiniones de la masa. Constituye el primer elemento para la organización de las masas heterogéneas y allana el camino para su organización en sectas. En el ínterin, las dirige. Una masa es un rebaño servil, incapaz de estar sin un amo. Estos conductores de masas son con mayor frecuencia hombres de acción que pensadores. No están provistos de una clara capacidad de previsión, ni podrían estarlo ya que esta cualidad por lo general conduce a la duda y a la inactividad. Por más absurda que sea la idea que sustentan o la meta que persiguen, sus convicciones son tan fuertes que todo razonamiento es tiempo perdido con ellos. La multitud está siempre dispuesta a escuchar al hombre de fuerte voluntad que sabe cómo imponérsele. Las personas reunidas en una masa pierden toda fuerza de voluntad y se dirigen instintivamente hacia la persona que posee la cualidad de la que ellos carecen.

En toda esfera social, desde la alta hasta la más baja, no bien una persona deja de estar aislada, rápidamente cae bajo la influencia de un conductor. La mayoría de las personas, especialmente entre las masas, no posee ideas claras y razonadas sobre cualquier asunto, aparte de las relacionadas con su especialidad. El conductor les sirve de guía. Es tan solo posible que pueda ser reemplazado por las publicaciones periódicas que fabrican opiniones para sus lectores proveyéndoles de frases hechas que les evitan el trabajo de razonar.

Los conductores de masas ostentan una autoridad muy despótica y este despotismo es, verdaderamente, una condición para obtener un séquito. Con frecuencia se ha destacado la facilidad con la que imponen obediencia de la sección más turbulenta de las clases trabajadoras a pesar de carecer de todo medio que respalde su autoridad. Fijan las horas de trabajo y los salarios, y decretan huelgas que comienzan y terminan a la hora que ellos ordenan.

La peculiaridad más sobresaliente que presenta una masa es la siguiente: sean quienes fueren los individuos que la componen, más allá de semejanzas o diferencias en los modos de vida, las ocupaciones, los caracteres o la inteligencia de estos individuos, el hecho de que han sido transformados en una masa los pone en posesión de una especie de mente colectiva que los hace sentir, pensar y actuar de una manera bastante distinta de la que cada individuo sentiría, pensaría y actuaría si estuviese aislado. Hay ciertas ideas y sentimientos que no surgen, o no se traducen en acción, salvo cuando los individuos forman una masa. Personas absolutamente distintas en materia de inteligencia poseen instintos, pasiones y sentimientos que son muy similares. En cuestiones de todo los que pertenece a la esfera del sentimiento (religión, política, moralidad, afectos y antipatías, etc.) los hombres más eminentes raramente sobrepasan el nivel del más ordinario de los individuos. Desde el punto de vista intelectual puede existir un abismo entre un gran matemático y su zapatero; pero desde el punto de vista del carácter le diferencia es frecuentemente escasa o inexistente.

Son precisamente estas cualidades generales del carácter, gobernadas por fuerzas de las cuales no somos conscientes y poseídas por la mayoría de los individuos normales en un grado bastante similar, las que se convierten en la propiedad común de las masas. En la mente colectiva las aptitudes intelectuales de los individuos se debilitan y, por consiguiente, se debilita también su individualidad. Lo heterogéneo es desplazado por lo homogéneo y las cualidades inconscientes obtienen el predominio.

El simple hecho de que las masas posean en común cualidades ordinarias explica por qué nunca pueden ejecutar actos que demandan un alto nivel de inteligencia. Las decisiones relativas a cuestiones de interés general son puestas ante una asamblea de personas distinguidas, pero estos especialistas en diferentes aspectos de la vida resultan ser incapaces de tomar decisiones superiores a las que hubiera tomado un montón de imbéciles. La verdad es que sólo pueden poner a disposición del trabajo en común aquellas cualidades mediocres que le corresponden por derecho de nacimiento a todo individuo promedio. En la masa es la estupidez y no la perspicacia lo que se acumula.

Si los individuos de una masa se limitaran a poner a disposición del común aquellas cualidades ordinarias de las cuales cada uno de ellos tiene cierta cantidad, la resultante sería meramente un promedio y no, como es la realidad, la creación de características nuevas.

Hay diferentes causas que determinan la aparición de las características peculiares de las masas y que no poseen los individuos aislados. La primera es que el individuo que forma parte de una masa adquiere, por simples consideraciones numéricas, un sentimiento de poder invencible que le permite ceder ante instintos que, de haber estado solo, hubiera forzosamente mantenido bajo control. Estará menos dispuesto a auto controlarse partiendo de la consideración que una masa, al ser anónima y, en consecuencia, irresponsable, hace que el sentimiento de responsabilidad que siempre controla a los individuos desaparezca enteramente.

La segunda causa, que es el contagio, también interviene en determinar la manifestación de las características especiales de las masas y, al mismo tiempo, también en determinar la tendencia que las mismas seguirán. El contagio es un fenómeno cuya presencia es fácil de establecer pero que no es fácil de explicar. En una masa todo sentimiento y todo acto es contagioso, y a tal grado que un individuo se vuelve dispuesto a sacrificar su interés personal en aras del interés colectivo. Ésta es una actitud muy contraria a su naturaleza y de la cual el ser humano es escasamente capaz, excepto cuando forma parte de una masa.

Una tercera causa, y de lejos la más importante, es la que determina en los individuos de una masa esas características especiales que a veces son bastante contrarias a las que presenta el individuo aislado: la sugestionabilidad, de la cual, incluso, el contagio antes mencionado no es más que un efecto. Bajo la influencia de una sugestión la persona acometerá la realización de actos con una impetuosidad irresistible. Esta impetuosidad es tanto más irresistible cuanto que, siendo la sugestión la misma para todos los miembros de la masa, gana en fuerza por reprocidad. Las principales características del individuo formando parte de una masa son, pues, la desaparición de la personalidad consciente, el predominio de la personalidad inconsciente y el contagio de sentimientos e ideas puestas en una única dirección. Ya no es él mismo sino que se ha convertido en un autómata que ha dejado de estar guiado por su propia voluntad.

Más aún. Por el simple hecho de formar parte de una masa organizada, un hombre desciende varios peldaños en la escala de la civilización. Aislado es posible que sea un individuo cultivado; en una masa será un bárbaro (es decir: una criatura que actúa por instintos) que puede ser inducido a cometer acciones contrarias a sus más evidentes intereses y sus hábitos mejor conocidos. Un individuo en una masa es un grano de arena entre otros granos de arena que el viento arremolina a su voluntad.

Cuando se quiere exaltar a una masa por un corto periodo de tiempo e inducirla a cometer un acto de cualquier naturaleza hay que actuar sobre la masa por medio de sugestiones rápidas entre las cuales el ejemplo es la de más poderoso efecto. Para lograrlo es necesario que la masa haya sido previamente preparada por ciertas circunstancias y, sobre todo, que quien desea operar sobre ella posea prestigio.

Sin embargo, cuando el propósito es el de imbuir la mente de una masa con ideas y creencias, los conductores recurren a métodos diferentes. Los principales de ellos son tres y se definen claramente: afirmación, repetición y contagio. Su acción es algo lenta, pero sus efectos, una vez producidos, resultan muy duraderos.

La afirmación pura y simple, mantenida libre de todo razonamiento y de toda prueba, es uno de los medios más seguros de hacer que una idea entre en la mente de las masas. Mientras más concisa sea la afirmación, mientras más carente de cualquier apariencia de prueba y demostración, mayor peso tendrá. Los libros religiosos y los códigos legales de todas las épocas siempre recurrieron a la afirmación simple. Los políticos en defensa de su programa electoral y los comerciantes promoviendo la venta de sus artículos mediante anuncios, están todos familiarizados con el valor de la afirmación.

Sin embargo, la afirmación no tiene influencia real a menos que sea constantemente repetida y, en la medida de lo posible, en los mismos términos. La cosa afirmada se fija por repetición en la mente de tal manera que al final es aceptada como si fuese una verdad demostrada.

La influencia de la repetición sobre las masas se hace comprensible cuando se ve el poder que ejerce sobre las mentes más ilustradas. Este poder se debe al hecho de que la afirmación repetida se incrusta a la larga en aquellas profundas regiones de nuestro ser inconsciente en las cuales se forjan las motivaciones de nuestros actos. Al cabo de cierto tiempo ya hemos olvidado quién fue el autor de la afirmación repetida y terminamos por creerla. A esta circunstancia obedece el asombroso poder de los anuncios: cuando hemos leído cien, mil veces que el chocolate X es el mejor, nos imaginamos haberlo oído en muchos lugares y terminamos adquiriendo la certeza de que así es. Después de haber leído mil veces que la medicina Y ha curado a las personas más ilustres de las enfermedades más agudas, nos sentimos tentados por lo menos a probarlo si sufrimos una enfermedad de características similares. Si siempre leemos en los mismos diarios que A es un corrupto total y que B es un hombre absolutamente honesto, terminamos convencidos de que es verdad, a menos que, por supuesto, se nos dé a leer otro diario de tendencia contraria en el cual las calificaciones se hallen invertidas. Sólo la afirmación y la repetición son lo suficientemente poderosas como para combatirse mutuamente.

Cuando una afirmación ha sido suficientemente repetida y hay unanimidad en esta repetición, se forma lo que se llama una opinión establecida e interviene el poderoso mecanismo del contagio. Ideas, sentimientos, emociones y creencias poseen en las masas un poder de contagio tan intenso como el de los microbios. En el caso de seres humanos apiñados en una muchedumbre, todas las emociones son fuertemente contagiosas, lo cual explica el carácter súbito de los pánicos.

Para que los individuos sucumban al contagio no es indispensable su presencia simultánea en el mismo lugar. La acción del contagio puede hacerse sentir a la distancia bajo la influencia de los medios de comunicación. La imitación, a la que tanta influencia se le atribuye en los fenómenos sociales, no es, en realidad, más que un simple efecto del contagio.

El hombre, como los animales, posee una tendencia natural a la imitación. La imitación es una necesidad para él, siempre que la imitación sea bastante fácil. Es esta necesidad la que hace tan poderosa la influencia de lo que se llama “la moda”. Tanto si es cuestión de opiniones, ideas, manifestaciones literarias o, simplemente, de vestimenta, ¿cuántas personas son lo suficientemente audaces para ir en contra de la moda?. Las masas son guiadas por ejemplos y no por argumentos. En todo periodo existe un pequeño número de individualidades que actúan sobre el resto y son imitados por la masa inconsciente.

Las opiniones y las creencias de las masas son especialmente propagadas por contagio, pero nunca por razonamiento. Las concepciones actualmente predominantes entre las clases trabajadoras han sido adquiridas en las tabernas o a través de los medios de comunicación y son el resultado de afirmaciones, repeticiones y contagios siendo que, en realidad, el modo en que surgen las creencias de las masas de todas las épocas apenas ha sido jamás distinto.

Las ideas propagadas por afirmación, repetición y contagio reciben un gran poder debido a la circunstancia que, con el tiempo, adquieren esa misteriosa fuerza conocida como prestigio.

Todo lo que ha tenido poder de gobierno en el mundo, ya fuesen ideas u hombres, ha impuesto su autoridad mayormente por esa fuerza irresistible expresada por la palabra “prestigio”.  El prestigio, en realidad, es una suerte de dominio ejercido sobre nuestra mente por un individuo, una obra o una idea. Este dominio paraliza enteramente nuestra facultad crítica y llena nuestro espíritu con asombro y respeto. El prestigio es la fuente principal de toda autoridad. Hay dos clases de prestigio: prestigio adquirido y prestigio personal. El adquirido es el que resulta del nombre, la fortuna y la reputación. Puede ser independiente del prestigio personal. El simple hecho de que un individuo ocupe una posición (un soldado uniformado, un juez con su túnica) siempre gozarán de prestigio. Por el contrario, el prestigio personal es algo esencialmente peculiar del individuo; puede coexistir con reputación, gloria y fortuna, o ser reforzado por ellas, pero es perfectamente capaz de existir en su ausencia. Es una facultad independiente de todos los títulos, de toda autoridad, y la posee un reducido número de personas a las cuales se les permite ejercer una fascinación magnética sobre quienes las rodean. Los grandes líderes de masas poseyeron esta forma de prestigio en grado sumo.

 

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